El tema sobre el que voy a escribir hoy no tiene que ver directamente con librojuegos ni ficción interactiva; no obstante, estos forman parte de la literatura, y las personas a las que me voy a referir (las portadas de algunos de sus libros adornarán este artículo), habiendo tocado diferentes géneros, guardan relación de alguna u otra forma con el que tratamos en esta página. Lo hago aquí porque no tengo un altavoz más adecuado, y espero hacerlo con la serenidad que debe acompañar a la racionalidad, y no con la pasión que desde nuestra parte emocional nos traiciona llevándonos a ignorar aquellas verdades que no nos interesan.
El caso es que entre mis amigos y conocidos hay varios escritores. Como siempre ha ocurrido y siempre ocurrirá, de todo hay en la viña del Señor: gente que empieza y promete, personas ya consolidadas y con un público fiel, otros que muestran ilusión pero que, sin embargo, destacan más en otras artes… y luego están los genios. Yo tengo la suerte de conocer a algunos; y, lo más curioso del asunto, es que cada uno destaca en un aspecto distinto. Al genio se le reconoce en cuanto se le ve. Te podrán gustar más o menos sus obras, porque su estilo, los temas que toca, o los géneros a los que se dedica te resulten más o menos atractivos o cercanos a tus gustos. Pero de gustibus non est disputandum. De lo que hablamos aquí es de genialidad.
Ha llegado a mis oídos que, en la feria del libro de Madrid, lugar donde se reúnen los escritores nacionales del momento, cierto día un youtuber fue quien acaparó la mayor parte de la atención. Se trata de una persona con varios millones de seguidores, y, obviamente, eso es un caramelo muy jugoso para cualquier editorial, ávida, como es natural, de vender ejemplares. A mí no me gusta juzgar nada ni a nadie sin antes conocerlo, de modo que un día que estaba en unos grandes almacenes, al ver su libro, lo hojeé. Tras unos minutos de atenta y frustrante lectura, lo volví a dejar en su estante.
De aquí surgió esta reflexión: los genios, los verdaderos genios, lo tienen más crudo que nunca para darse a conocer. Por una parte, necesitan hacerse publicidad para que quienes tienen en su mano editar sus obras se fijen en él, y no todo el mundo tiene las herramientas ni las habilidades necesarias para ello; pero cualquier escritor mediocre (y más que mediocre, pues os sorprendería saber las maravillas que hacen los buenos correctores) que haya conseguido algo de fama, lo tiene todo hecho si quiere publicar un libro. Por otra, a casi nadie le va a interesar algo novedoso y rompedor: estamos siempre leyendo (y viendo, en caso del cine) las mismas historias, los mismos clichés, los mismos personajes… Todos ellos se reproducen de un libro a otro como en un bucle; todos te suenan de algo, porque ya los has visto antes: el guerrero orgulloso, el tipo amargado y/o fracasado, el secundario gracioso, el cerebrito, el malo maloso, todos los actores de la narración repartiéndose entre sí una y otra vez ese limitado número de máscaras del teatro griego; nunca hay alguno que se decida a romperla.
Y nosotros mismos lo demandamos. No queremos originalidad, queremos cosas ya conocidas y darles una y mil vueltas hasta que ya nos aburran por puro desgaste. Lovecraft empieza a gustar: pues Cthulhu hasta en la sopa. Y El señor de los Anillos. Y Juego de Tronos. Obras que quizá hemos encumbrado merecidamente; pero, al cabo de un tiempo, aquello que las hizo salirse un poco del molde, acabamos convirtiéndolo en parte de ese molde.
Hoy en día sería impensable que llegaran a triunfar verdaderos genios de la literatura: ni Joyce con su Ulises, ni Cortázar con su Rayuela, ni siquiera Cervantes con su Quijote, todas ellas obras revolucionarias en su tiempo, tendrían sitio en las editoriales del siglo XXI; o bien tendrían una mínima repercusión y quedarían a la sombra de los libros de nuestro querido youtuber.
No se entienda al leer esta queja que esté demandando una presencia exclusiva de este tipo de obras; a mí, como al que más, me gusta leer a Lovecraft, a Tolkien y a Asimov. Lo que afirmo es que son esas obras las que consiguen desatascar el tedio en el que se instala la literatura cuando ya solo cabe leer millones de versiones distintas de la misma historia, las que abren nuevos caminos nunca antes hollados y que quizá a otros autores les apetezca explorar.
Y hablo con conocimiento de causa. Un buen amigo, Jacobo Feijóo, estuvo años intentando que le publicaran una maravilla llamada La fábula de la palabra perdida. Una obra que ya desde la primera página se ve que va a ser algo distinto, fresco, ágil, lleno de buenas ideas, ambientado en un universo riquísimo y lleno de posibilidades a explotar. Me diréis que en esta definición pueden entrar perfectamente Lovecraft, Tolkien y Asimov, y no os faltará razón. Lo que distingue a la obra de Feijóo es ese tono profundamente culto y didáctico al mismo tiempo, con qué facilidad consigue que el lector comprenda conceptos lingüísticos y filosóficos complejos sin apenas esfuerzo. Eso solo lo puede hacer un genio, ni más ni menos, y hay que felicitar sinceramente a The Black House Editorial por haber tenido el buen ojo y el tino de reconocerlo, y su excelente criterio hará que el resto de sus autores tengan en mí a un lector fiel. Pero que haya costado tanto que una obra como esa sea descubierta y publicada me parece muy desalentador.
Luego está Juan Miguel Lorite, el demiurgo de los conceptos, capaz de manejarlos como un arquitecto y dar forma a una obra entera basándose en uno de ellos. Para más señas, ya hablé aquí de La casa de la esfera, una maravilla que sigue creciendo gracias a su estructura, que permite seguir nutriendo su microuniverso de nuevos pasajes ad infinitum. En este caso, tenemos la inmensa suerte de que sea una hiperficción, y, por tanto, que el medio informático sea el adecuado para disfrutar de esta obra, accesible a cualquiera que esté leyendo estas líneas. Cuánto, sin embargo, nos estaremos perdiendo al limitar la expresión del talento a lo digital.
Otro amigo italiano tiene varios libros escritos, pero ninguno aún publicado. Ya solo al hablar con él se te abre un universo nuevo y desconocido. Su portentosa imaginación, unida a su facilidad innata para construir mundos, han hecho que me rinda a sus pies en numerosas ocasiones. Su talento quedará fuera de toda duda sin necesidad de leer nada suyo, simplemente observando la siguiente anécdota. A él nunca le ha atraído demasiado la ficción interactiva, pero yo, por supuesto, en varias ocasiones he intentado atraerlo a este terreno. La última vez casi lo convencí, y empezó a plantearme posibilidades inéditas en este género: por ejemplo, que el protagonista a veces no hiciera caso de las decisiones del lector, o el desarrollo de partes de una historia a través de la visión de siete personajes distintos, completándose solo al pasar por todos ellos; ideas estas que ya de por sí dejan patente su genialidad.
También citaré a Fernando Lafuente, la viva imagen de la incansable búsqueda de la perfección. De Fernando, de sobra conocido en el mundo de los librojuegos, solo he leído una obra que no tenga que ver con ellos: Micronomicón; cosa que espero remediar pronto con su antología La margen incierta. Pero es en el campo de la ficción interactiva donde me ha dejado más de una vez boquiabierto con su habilidad para aplicar las matemáticas a los aspectos narrativos. Capaz de manejar los elementos probabilísticos con una facilidad pasmosa, todos sus librojuegos pueden presumir de tener una «jugabilidad» rayana en la perfección. Algo así no solo puede nacer de unos conocimientos adquiridos; tiene que haber detrás una intuición de carácter natural, algo que explique ese dominio tal de la sustancia matemática que siempre deje al lector la sensación de que sus obras son maquinarias precisas y perfectamente engrasadas de las que el caos indeseable (que no el deseable) ha sido desterrado para siempre. Y, por extraño que pueda parecer, ese talento transciende un medio tan amigable para él como los librojuegos: también con su Micronomicón tuve una sensación parecida que me hizo imaginar cada microrrelato como un microcosmos que formaba parte de un organismo mucho mayor, todo ordenado según la lógica y armonía de su cosmos particular. Cuando hasta la última frase del último rincón del libro está tan bien encajada con respecto al resto, y nos damos cuenta de que la matemática dota a la literatura de su propia música, tendremos que admitir que esto solo puede hacerlo alguien con verdadero talento.
Perdónenme otros genios anónimos si no ha invocado su imagen mi torpe memoria, pero creo que los cuatro mencionados representan un ejemplo más que suficiente y variado para que nos demos cuenta de que los genios están ahí, escondidos en algún rincón de esta red de redes, perdidos en alguna pequeña asociación de la que forman parte o sin más voz que una obrita suya en libre descarga en alguna página web abandonada hace años; hablo de los que tienen presencia en la red, claro, porque aparte están los que son realmente difíciles de encontrar. Pero haberlos, haylos, y aquí incluso tenemos la suerte de contar con algunos consagrados, como Santiago Eximeno, al que felizmente no puedo incluir en mi lista de genios poco conocidos, pero del cual dejo merecida constancia en las imágenes del artículo. Algún día, no obstante, he de hacer reseña de alguna de sus obras, y de él mismo como autor, aquí o en otro lugar, para devolverle el protagonismo que en este artículo, blasfemo de mí, me permito quitarle.
Por tanto, lo que en un principio tal vez creyó el lector que iba a ser uno de esos artículos escritos por un criticastro protestón que pululan por la red (mea culpa, pues puede que no abonara adecuadamente el terreno en el ínterin… o sí, quién sabe, pues causa un efecto más duradero lo inesperado), me gustaría que acabase como un rayo de esperanza: hay mucho talento oculto entre toneladas de mediocridad, y acaso alguna vez el Divino Azar quiera encumbrar a uno de ellos para que todos nosotros, como los insaciables estetas que somos, con gusto libemos de las nuevas ideas.
Me sonrojas… yo, más que genios, lo dejaría en «creativos».
La explicación económica de lo que dices es sencilla: todos los seres humanos pueden leer libros de niños pequeños, pero pocos pueden leer tratados filosóficos. Por eso, una editorial gana más dinero publicando libros que lleguen a todo el mundo y no solo a unos pocos.
¿La consecuencia? El nivel cultural cae. Manda el más inculto.
Mi abuelo decía una frase que parece obvia pero guarda una gran sabiduría: en un atasco manda el más lento y en una manifestación, el más violento.
Pues esto es igual: a las editoriales les da más dinero equiparar a sus lectores al nivel del menos preparado porque «el que puede lo más, puede lo menos».
Y así parece que será siempre.
Muchas gracias por tus palabras, Archi. La verdad es que tienes razón: hay mucho individuo por ahí con talento y arte en lo que hace, pero no siempre (de hecho, pocas veces) cosecha el reconocimiento que merece. Afortunadamente, Internet permite ahora lo que antes era mucho más difícil: encontrar a esos creadores (y creativo, como señala Jaco) si se les busca con cierta intención. Pero hay que querer buscarlos, y no todo el mundo tiene el ansia o las ganas de hacerlo.
Independientemente del hecho de que se me mencione en él o no, el artículo es estupendo y está a la altura de su redactor. Ah, y lo mejor es que se percibe a la legua que está escrito desde la pura honestidad.
eres un genio Fer,un crack,te mereces este tipo de comentarios.jeje.
…y todos aquellos genios que permanecen en la sombra cultivando generos tan variopintos que van desde la poesia surrealista al comic,en fin,los que tenemos seso seguiremos disfrutando a los verdaderos talentos de la creatividad literaria mientras otros pierden el tiempo al menos desde mi parecer con autores que son impulsados desde la fama por asuntos tan turbios como la tele basura.Excelente articulo Archi.
Conozco dos de las obras citadas (ya que he leído La Fábula, de Jacobo, y estoy ahora con La margen incierta, de Fer) y desde luego por mi parte certifico que son dos genios del relato y la palabra escrita que se merecen todo el reconocimiento, empezando por el que les brinda este gran artículo.
Tanto Verbo Azul, asociación literaria de Alcorcón, como Dédalo, son lugares donde habitan esos genios. También otras comunidades en Internet, pero la posibilidad de quedar a tomar un café con los compañeros de letras y compartir ideas no tiene precio. Anónimos o no, lo importante es que las personas que menciona Archi son cercanas. No podemos tomar algo tranquilamente y hablar de literatura con Cervantes, José Luis Sampedro o Saramago, tampoco con Edward Packard, Tolkien o Neil Gaiman, pero sí con nuestros amigos cercanos.
A quien considero autor más creativo es un amigo de la adolescencia que no tiene nada publicado, Raúl Yebra. Con quince años nos intercambiábamos relatos, él escribía creo que en un Amstrad PCW acompañado de una impresora de agujas, y yo en una máquina de escribir mecánica; todo en papel y, por supuesto, debíamos quedar a propósito. ¡Quedar para intercambiar cuentos propios!. Años más tarde leí varios de sus manuscritos, en pdf o word. Es fascinante, pero quizá no para un gran público. Seguimos en contacto gracias al vínculo literario, y creo que es el único de mis amigos de entonces con quien sigo manteniendo relación.
Hace muy poco me paré a pensar en mis lecturas actuales. Desde un tiempo a esta parte, más de la mitad de los libros que abordo son de editoriales independientes o autopublicados, otra parte importante son clásicos (el Lucanor o el Cid, para que os hagáis una idea) y muy poquitos los que pueden considerarse «mainstream». Todas son lecturas que se disfrutan mucho. Me he acostumbrado a poder hablar con el autor, ya sea en un café, vía mail o por comentarios en su blog, y ningún best seller me ofrece eso.
No recuerdo ahora si fue Adorno o Derrida quien hablaba de como la obra artística no se presentaría al espectador (al lector en este caso) clausurada de significados, totémica e inamovible, como esperando, una vez acabada totalmente en el taller del artista, a ser explorada para encontrar en ella las claves del autor, sino que sería el lector el que, con su experiencia personal y su bagaje intelectual, completaría la obra, la llevaría a su plenitud, la acababaría por fin.
En nuestro caso, eres tú, Juan Pablo, el que con tu sensibilidad y conocimiento elevas estas obras de las que hablas de un estado a otro pleno y rotundo. Gracias a ti por tu genio.